El holocausto definitivo del apocalipsis nuclear

Por Wilder Buleje
Las cucarachas que sobrevivirán a la catástrofe nuclear circularán por los escombros del planeta, liberadas —¡al fin! — de la amenaza humana. Multiplicarán su número en cantidades inimaginables, sin el acecho de esos bípedos que presumían albergar materia gris en el cerebro, mientras sucumbían ante neuronas defectuosas.
El descomunal estallido nuclear cancelará la agenda de la humanidad en minutos. No habrá escapatoria a ese destino. Al primer misil le sucederán cientos de réplicas, de uno y otro lado, con cargas altamente letales. Solo habrá víctimas. Los propios verdugos perecerán ante la eficacia de las ojivas que sus enemigos dispararán como respuesta. Las víctimas tendrán el tiempo preciso para acabar con sus victimarios. Tras la detonación de la última carga nuclear, nadie celebrará el triunfo. Nadie levantará una bandera de rendición. No habrá quien firme un tratado de paz. Los científicos ya nos dijeron cómo será ese final apocalíptico:

La extinción humana
“Y aunque el escenario de una guerra nuclear que cause un hollín de 150 Tg sea mucho menor que la cantidad de humo y otras partículas arrojadas a la atmósfera por el asteroide que golpeó la Tierra al final de la era Cretácico, hace 65 millones de años, matando a los dinosaurios y a unos dos tercios de las especies vivas en ese momento, tampoco es un alivio.
“Esto implica que algunos humanos sobrevivirían eventualmente para repoblar el planeta, y que una extinción a nivel de especie del Homo sapiens es poco probable incluso después de una guerra nuclear a gran escala. Pero la gran mayoría de la población humana sufriría muertes extremadamente desagradables por quemaduras, radiación e inanición, y la civilización humana probablemente colapsaría por completo. Los sobrevivientes podrían subsistir a duras penas en un planeta devastado y estéril”.

La estupidez característica del hombre habrá alcanzado una magnitud exponencial. Cada explosión acabará con sueños de millones de multitudes inmovilizadas por el pavor. Los hongos incandescentes dejarán en ruinas metrópolis y pueblos. La vida animal será reducida a cenizas. Los océanos cubrirán áreas impensadas. Quienes sigan en pie a los primeros impactos sucumbirán ante el aire irrespirable, la contaminación del agua y la corrupción de los alimentos. Las centurias de años que necesitará la atmósfera para recuperarse de la radiactividad, marcarán la desaparición de quienes alcanzaron refugios y pensaron que así preservarían la especie.

¿Cómo llegamos a ese trágico final?
En parte por la codicia indetenible de un minúsculo grupo que se aferró a los bienes materiales. Es decir, a todo aquello que tenía valor en ese mercado que tanto les costó dirigir y que los empujó hacia la punta de la pirámide social. Desde esa posición controlaron el dinero y las finanzas —los creadores de la Fed, en la Isla de Jekyll en 1913, por encargo de la City of London— y a partir de allí manejaron la industria, el comercio, la tecnología y su máximo paradigma la colonización mental. Sin embargo, la insatisfacción crecía de manera proporcional a los beneficios. Nada saciaba esa sed de posesión. Fueron cegados por esa luz intensa del poder absoluto, de la voracidad insaciable que nos advirtió Immanuel Wallerstein.
Los halcones convencieron a la vieja élite euro-americana que era mejor destruir el mundo antes que cederle la ventaja al dúo euroasiático formado por China y Rusia. Desde el vasto Heartland —como lo advirtió John Halford Mackinder en 1904— ambas civilizaciones estaban confrontando con éxito al mundo occidental y uniendo al Sur Global en un Nuevo Sistema Mundo. El cerco de la OTAN solo enervó a los rusos y los lanzó hacia una ofensiva contra Ucrania en el 2022 —el ataque del Nuevo Core a la periferia del Viejo Mundo. China y Rusia hicieron público en el 2022 su Declaración de la Independencia Euroasiática. Europa occidental y Estados Unidos entendieron que la victoria sería esquiva esta vez. Hicieron caso a los consejeros viscerales y decidieron usar el arsenal termonuclear. JFK quedó olvidado en la amnesia histórica, apenas 60 años después.

Aniquilando a “el otro”
Nadie recordará que los líderes de uno y otro lado fueron empujados hasta el extremo atómico por machos alfa, incapaces de pensar con serenidad y mesura. Esos que hicieron dogma de la desconfianza hacia el semejante —“el otro” del pensamiento extremista occidental de la bipolaridad— y alimentaron la ira contra el adversario. Ellos pulverizaron la última línea de control emocional de sus gobernantes. Los responsables de pulsar el botón para invocar el infierno atómico, cayeron en esa celada de uniformados irascibles y civiles implacables. El arrepentimiento fue inmediato, aunque imposible de corregir.
Miles de años de humanismo, largos periodos de enciclopedias, lapsos prolongados de manifestaciones de arte, épocas memorables de melodías impecables… Nada sirvió para seducir al hombre de aferrarse a la vida y desechar la muerte súbita. Ni la comunicación instantánea, ni la computación cuántica, ni la inteligencia artificial alimentaron el interés por prolongar la existencia hacia una dimensión apenas imaginada en ese desarrollo tecnológico que avizoraba tiempos mejores.
Tal como había transcurrido la existencia, quedaba claro que la civilización era una quimera, una utopía, y que detrás de ese anhelo se agazapaba la insensatez. Había pistas notorias: la destrucción de la naturaleza era un hobby mortal; el instinto asesino se impuso al pacifismo; y la violencia le arrebató terreno a la solidaridad. Estábamos condenados y solo sobrevivíamos bajo el engaño de que íbamos a mejorar. Creímos en las posibilidades vindicatorias de la educación, apostamos por la formación académica para enderezar el rumbo. Solo conseguimos formar cuadros profesionales sin alma y sin valores.

La historia se incinerará
Las indefensas mayorías cayeron en la trampa de que un iluminado resolvería cualquier inconveniente. La clase media buscó su conveniencia ante sus élites y jamás aconsejó con determinación ni valor. Las minorías anglosajonas carcomidas por el egoísmo y cegadas por la codicia pasaron del ganar-ganar de los últimos cinco siglos al perder-perder cuando emergieron las nuevas potencias de Asia y Europa. Prefirieron incendiar el planeta antes de entregar la posta al adversario emergente. Descubrieron que la codicia tenía como eje la envidia. Esa fue la fibra que los halcones frotaron para convencer a la Gran Cábala, que solo quedaba la opción atómica para impedir el cambio definitivo de roles en el poder mundial.
El estallido de las bombas nucleares silenciará todo vestigio de historia. No habrá quien dé parte del triunfo o de la derrota. Habrá ganado la irracionalidad, pero nadie transmitirá esa conclusión. La aniquilación será inútil y no habrá forma de asegurar esa advertencia. Los tres milenios más documentados de la historia humana quedarán reducidos a polvo. Las vivencias de sucesivas generaciones jamás serán contadas.

Solo las alimañas sobrevivirán
La energía atómica, estudiada y desarrollada por las mentes más brillantes de la física moderna, será la chispa que acabará con el Homo Sapiens y los Homo Videns Stultus. El conocimiento científico no servirá para conducirnos hacia mejores condiciones de vida, sino para aniquilar la existencia. Quizá haya sido la acción más inteligente de una especie que conocía su esencia nociva… Albert Einstein ya lo había anticipado.
Después del infierno atómico solo las alimañas más resistentes pulularán por bóvedas abiertas entre el oro inerte y los diamantes sin brillo. Insectos con escudos radiactivos reinarán en predios destruidos cuyo valor era enorme antes de ese ataque de histeria de potentados dementes. Generaciones de familias corroídas por la ambición desmesurada descansarán sin paz en las fosas comunes de los palacios que alguna vez albergaron sus deseos más deformes y donde planearon este holocausto definitivo.

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