Cómo hace 90 años Ernst Jünger predijo, a través de su ensayo “El Trabajador”, la ubicuidad del “uso de máscaras faciales para hacer cumplir la conformidad”.
Por Thomas Crew
La novela “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley (1932) tiene Alphas, Betas y Epsilon Semi-Estúpidos —clases genéticamente diseñadas con ropa uniforme y opiniones uniformes. En la novela “1984”, de George Orwell (1949), tiene lugar La Policía del Pensamiento y la Neolengua de la propaganda política. Mientras que “Nosotros” (1921) de Yevgeny Zamyatin tiene números en lugar de personas: D-503, I-330, O-90 —vocales para mujeres, consonantes para hombres.
Si hay una única característica definitoria de la literatura distópica, es la erradicación de toda individualidad. La “autoconciencia”, escribe Zamyatin, “es solo una enfermedad”. Por esta razón, las distopías son contadas invariablemente por forasteros atormentados: aquellos que son muy conscientes de la estandarización mercantil de sus semejantes, pero temen las consecuencias de hablar o se resienten de su propio sentido de sí mismos. Después de todo, “ninguna ofensa es tan atroz como la heterodoxia del comportamiento”, como escribió Huxley.
Rediseñando al ser humano
Dada su preocupación por la uniformidad tiránica, no es de extrañar que, como forma literaria, las distopías surgieran a principios del siglo XX. Los regímenes totalitarios de Rusia y Alemania, así como sus homólogos tecnocráticos occidentales, inspirados por personas como F.W. Taylor y Henry Ford (en Estados Unidos), fueron fuentes centrales de inspiración. A pesar de todas sus diferencias aparentes, estas ideologías en competencia están unidas por el intento utópico de rediseñar no solo la sociedad, sino al ser humano mismo. El creciente poder de la ciencia y la tecnología dio lugar a la idea de que la naturaleza misma, en toda su desordenada complejidad, finalmente podría enderezarse.
Sin embargo, además de estos tres autores canónicos, esta generación produjo otro escritor distópico igualmente impresionante, aunque mucho menos conocido: el enigmático alemán Ernst Jünger. Conocido principalmente por sus diarios de la Primera Guerra Mundial y su firme oposición al liberalismo del Weimar, Jünger vivió hasta la edad de 103 años, escribiendo sobre temas que van desde la entomología y los psicodélicos hasta el nihilismo y la fotografía. En la segunda mitad de su carrera produjo tres obras principales de ficción distópica: Heliopolis (1949), Eumeswil (1977) y, quizás su mejor obra, The Glass Bees (1957).
Una visión más escalofriante
Sin embargo, podría decirse que su visión más escalofriante se plasmó en un largo ensayo, publicado en vísperas de la ascensión nazi al poder en 1932. El Trabajador, como lo llama Jünger, tiene como objetivo esbozar lo que él considera el nuevo orden mundial venidero —un orden definido por un tipo de humano fundamentalmente nuevo. Habiendo prescindido de los valores liberales del pasado y abrazado su destino en las fábricas y en los campos de batalla de principios del siglo XX, el sello distintivo del hombre nuevo es una extraña semejanza —tanto en cuerpo como en alma— con la máquina. Nacido de padres humanos, el “trabajador” de Jünger es, sin embargo, un hijo de la era industrial.
Siguiendo las distopías de sus contemporáneos, la principal víctima de esta nueva era también es el individuo. Porque la lógica de la máquina no permite diferencias. Ya sea el mundo natural o la mente humana, Jünger sostiene que todo se define cada vez más por “un cierto vacío y uniformidad”. El resultado, para usar las palabras de Orwell, es “una nación de guerreros y fanáticos, marchando hacia adelante en perfecta unidad, todos con los mismos pensamientos y gritando las mismas consignas” —millones de personas, agrega, “todas con el mismo rostro”.
La máscara como un símbolo
Es en este último aspecto que El Trabajador adquiere una pertinencia inquietante para nuestro tiempo. Porque la uniformidad de la nueva era está simbolizada, sugiere Jünger, por la repentina proliferación de la máscara en la sociedad contemporánea. “No es casualidad”, escribe, “que la máscara vuelva a empezar a jugar un papel decisivo en la vida pública. Está apareciendo de muchas formas diferentes… ya sea como una máscara de gas, con la que están tratando de equipar a poblaciones enteras; ya sea como mascarilla para el deporte y las altas velocidades, visto en todo piloto de carreras; ya sea como máscara de seguridad para lugares de trabajo expuestos a radiaciones, explosiones o sustancias narcóticas. Podemos suponer”, prosigue con inquietante presciencia, “que la máscara llegará a asumir funciones que hoy apenas podemos imaginar”.
Lo que Jünger temía aparece el 2020
Dada la repentina ubicuidad de la máscara facial en el 2020, en todo el mundo y en un número cada vez mayor de contextos sociales, es imposible evitar la conclusión de que este es precisamente el tipo de desarrollo que Jünger tenía en mente. Nuestra disposición a oscurecer el rostro —nuestro rostro humano— refleja las tendencias deshumanizantes que, para Jünger, subyacen en el período moderno. Representa otra etapa en la degradación del individuo que se hizo explícita en la Primera Guerra Mundial. Ya sea como un trozo de material en el campo de batalla o como un engranaje en la máquina de la economía de tiempos de guerra, la era moderna tiene la costumbre de reducir al ser humano a un objeto funcional. Todo lo “no esencial” —es decir, todo lo que nos hace humanos— se descarta alegremente.
Sacrificando nuestra humanidad
La pregunta para nosotros es qué significa parecerse a una visión tan distópica. ¿Estamos felices de racionalizar las transformaciones de nuestra vida cotidiana o nos preocupa la proximidad del mundo actual con algunos de los tropos distópicos más básicos? Ya sea el llamado al aislamiento social, la “vigilancia” perpetua o las mascarillas obligatorias, las medidas de los últimos seis meses representan más que un atentado a la libertad. Implícitamente nos ordenan —las 24/7— sacrificar nuestra humanidad para salvar nuestras vidas. Incluso si este Rubicón aún no se ha cruzado, vale la pena pensar en qué punto del camino —hacia ese destino— nos encontramos. Porque quizás —debemos ser conscientes, en cuerpo y alma, que— hay más en la vida que su mera continuación. Quizás “el objetivo” —nuestra verdad—, como bien sabía Winston Smith, “no es mantenerse con vida sino ser humano”.
Fuente: https://thecritic.co.uk/the-dystopian-age-of-the-mask/
Traducción: A. Mondragón
Muy buen artículo de la mascarilla que se ha hecho obligatorio en este siglo.