La nueva potencia mundial y el factor nación

La diferencia que marca la distancia a favor de China y en desmedro de Estados Unidos.
Por Wilder Buleje
Una nación equivale a una población identificada con su país, capaz de empuñar las armas y entregar la vida ante cualquier amenaza externa o interna. Las instituciones militares son la expresión profesional para responder de inmediato a los ataques o planificar el equilibrio que garantice la paz en el horizonte.
En esa perspectiva las fuerzas armadas deberían de asumir un rol en relación directa a los objetivos que la nación les imponga. Pero las tres ramas del ejército son tan solo un aspecto de un verdadero ejército-nación, es decir los grupos de ciudadanos civiles expertos y hábiles en otras áreas del conocimiento científico, tecnológico, económico, comercial, geoestratégico, industrial, financiero, etc., etc., etc., y que en general forman la gran clase media de una potencia.
¿Pero qué sucede en países en los cuales los poderes fácticos han marginado a la población de las decisiones trascendentales y estos poderes fácticos solo responden a una entidad ajena a su organización política?
Resulta evidente que el mayor poder del estamento armado va en proporción inversa a la participación de la población en el manejo de la cosa pública. En el corto plazo produce una división marcada entre militares y civiles. Y en el mediano plazo apunta a la destrucción de la nación que le dio cabida a esta separación.
Es habitual pensar que esto solo puede ocurrir en países de la periferia mundial, muy alejados del modelo democrático de Occidente y con rasgos totalitarios. Sin embargo, la historia de los últimos cincuenta años puede demostrar la equivocación que encierra una apreciación de esa naturaleza.

EL MAYOR EJEMPLO: ESTADOS UNIDOS
Primero, pensemos en Estados Unidos. La presidencia de Donald Trump ha puesto en evidencia la separación manifiesta del poder ejecutivo (que encabeza el mandatario-empresario) del poder real (que detenta el Estado Profundo al mando de la estructura militar-industrial-financiera). Hay una disonancia absoluta entre ambos a la hora de enfrentar al más grande desafío que tienen ahora mismo: China.
Trump desde la Casa Blanca amenaza con intervenciones militares, levanta barreras arancelarias, proscribe a la más grande empresa tecnológica asiática. Después –frente a Xi Jinping, el flemático presidente chino, como acaba de suceder en el G-20 de Osaka– recula, se bate en retirada, elimina aranceles, le prende luz verde a Huawei. En vez de mostrarse empoderado por uno de los mayores ejércitos del planeta solo se muestra como un negociador sin recursos.
Si esto fuese una partida de póker, Donald Trump sería reconocido como un fanático del ‘bluff’ cuyos oponentes lo tienen bien medido y tarifado. Y esto sucede porque el presidente de Estados Unidos manda en la Casa Blanca, pero sus órdenes no llegan a la estructura del poder real, cuyos intermediarios son la poderosa y oscura burocracia del Pentágono y los controladores de Wall Street.

¿QUIENES SON LOS QUE MANDAN REALMENTE?
La pregunta lógica salta de inmediato. ¿Quién manda a esa estructura militar-industrial-financiera de Estados Unidos? Dos expresidentes del país del norte han dado respuesta hace mucho a esa cuestión: Ike Eisenhower y John F. Kennedy.
Tanto Eisenhower como Kennedy mencionaron un grupo externo de viejas raíces europeas, de enorme poder económico, que había penetrado las estructuras más importantes del aparato militar. El objetivo era segregar a la población de los espacios de decisión. Los civiles engrosarían las arcas de ese poder insaciable mediante una enorme clase media dedicada al consumo, a través de la deuda. Del resto se encargarían ellos, como ya lo había escrito en 1928 y sin pelos en la lengua Edwards Bernays, el padre de la Propaganda moderna, que una elite “inteligente” es la que está a cargo de la Democracia para decirle al resto “qué hacer” —como decía el camarada Lenin.
Kennedy pagó con su vida el empeño de tratar de reconectar a la población con el país, es decir de construir una nación poderosa. Sus esfuerzos fueron inútiles y su desaparición selló el triunfo de la Gran Cábala, ese grupo de poder de viejas raíces europeas, y debilitó los cimientos —de la verdadera sociedad estadounidense— que hoy se desmoronan ante el empuje chino.
El modelo de la Gran Cábala funcionó a la perfección por décadas, hasta que China –una civilización-estado con sus más de 1,380 millones de ciudadanos, encaminados al unísono en la Nueva Gran Marcha, según la última arenga de su presidente Xi Jinping– asomó las narices en el horizonte como el nuevo poder en ascenso.
Hace dos años los estadunidenses dejaron de liderar el Imperio del cual se solían jactar. Su país fue desplazado del primer lugar del ranking de las potencias y su clase política, así como sus fuerzas armadas, no pudieron hacer nada para impedirlo. Tampoco ellos —la gran masa de ciudadanos estadounidenses, relegados a ser simples deudores y derrochadores, ad infinitum, en un “sistema económico” cuyo motor es el “consumo”— tienen espacio para cumplir un rol de colaboración porque los lazos con el poder están rotos desde hace mucho tiempo.
A fines del 2017 le dijeron adiós al predominio en Siria —donde Rusia, respaldando al gobierno sirio, le cobró a EE.UU. la revancha de Afganistán. Así firmaron la partida de nacimiento de la próxima Gran Eurasia que responderá a los designios chino-rusos.
Para hablar de geografías más próximas, en Venezuela hay intereses energéticos y económicos de Rusia y China, que bloquean una intervención manifiesta como la que ha pregonado Donald Trump. Una situación impensable hasta hace una década cuando Estados Unidos todavía podía jactarse de América Latina como su patio trasero —hoy en día, hasta una pequeña flota naval rusa ha pasado sin problema por el Canal de Panamá, ha anclado en las costas de Cuba y, según fuentes militares rusas, iban camino hacia Venezuela.

VENEZUELA: OTRO CASO
A propósito, en este lado del continente hay un modelo patentado por Cuba: un régimen dictatorial sostenido esencialmente por las fuerzas armadas. El país, en este caso Venezuela, al dejar de funcionar como nación expulsa a quienes están en plena edad laboral y debilita al máximo la capacidad productiva.
Venezuela es una geografía imprecisa con dos mandatarios: Nicolás Maduro, sostenido por la estructura militar, y Juan Guaidó, apoyado por Estados Unidos y una cincuentena de países que lo reconocen como presidente encargado.
Para que los venezolanos reconstituyan su nación resulta indispensable que desaparezcan del escenario político tanto Maduro como Guaidó, así como la influencia cubana y la presión estadunidense. La recomposición como nación dependerá del nuevo rol que se fije la fuerza armada, en consonancia con la voluntad de la población. También la clase política deberá de establecer objetivos precisos para alcanzar las metas de integración en plazos perentorios. Y sí en verdad pueden comprender en toda su dimensión la llegada de un Nuevo Sistema Mundo, ellos estarían en una situación inmejorable ya que, precisamente, los dos capitanes al mando del nuevo orden (Rusia y China) son precisamente las dos naciones que tienen presencia en ese país.

EL OTRO FRENTE
La idea de nación es poderosa y puede convertir a una pequeña geografía en un lugar pujante. Los ejemplos son vastos: Alemania, Japón, los Tigres del Asia. Solo por mencionar los casos más exitosos.
Por esa misma razón, en esta hora de cambio de timonel en la conducción del mundo puede apreciarse que China funciona desde hace varios milenios como una civilización y que en el contexto internacional ha adaptado su funcionamiento al de un Estado. Es decir estamos frente a una Civilización-Estado, y virtualmente no tiene competidores en ese rango. Es más, esa esencia le otorga un poderío incontrastable. Su rival de turno, Estados Unidos, ha dejado de ser una nación y no tiene opción de recuperar esa condición en el corto plazo: ni nación ni primera potencia mundial.
China, siempre bajo un objetivo común —no sólo de una clase, sino de una nación como un todo— desde la década de 1980 practicó una especie de simbiosis, donde su régimen político comunista adoptó una economía capitalista. Logró un híper desarrollo económico y social en tan solo cuarenta años, nunca antes visto en la historia de la humanidad. En menos de cuatro décadas pasó de la pobreza a ser el fabricante del mundo y el nuevo paradigma del planeta. La población responde a sus conductores. Las fuerzas armadas están subordinadas al poder político y a los objetivos fijados por esa estructura.

EL PASADO NO REGRESA
Estados Unidos fue la creación de una riquísima élite europea que pretendió corregir la estrechez geográfica de Inglaterra, trasladando su poder a América del Norte. El producto fue un país pujante con una población ambiciosa y capaz de alcanzar sus sueños.
En el siglo XIX, después de su propia guerra civil en la que salieron vencedores los industrialistas del norte, Estados Unidos se pintó como una gran nación y el desarrollo, encabezado por los ‘Robber Barons’, premió sus esfuerzos. Pero la codicia de la Gran Cábala se impuso al ímpetu de la mayoría. Con sus recursos inagotables compraron a políticos y militares, hasta que en 1913 crearon la Reserva Federal —para tomar el control monetario, financiero y económico de la nación— e hirieron de muerte a esa nación en proceso de consolidación.
La Gran Cábala inspiró dos guerras mundiales, ordenó el lanzamiento de dos bombas atómicas contra Japón, creó países para apropiarse del petróleo y decretó decenas de intervenciones en el mundo. Demostró que el pavor que causaba el mayor ejército del mundo tenía sorprendentes poderes disuasorios a la hora de las negociaciones.
Rusia fue un objetivo permanente de la Gran Cábala. En 1991 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas llegó a su término bajo las reformas impulsadas por Mijaíl Gorbachov. El desmembramiento de esa república los dejó como amos del planeta y se inauguró un nuevo episodio: El poder unipolar. Pero, en un punto, fue su propia trampa. Como su poder se basaba en una industria militar al no tener un enemigo –para sostener su poder, seguir creciendo y sobrevivir– tuvo que crear nuevos demonios por destruir. Y en ese trance se inventó nuevas guerras que, al final, fueron como un harakiri porque galvanizó al mundo que seguía buscando una nueva opción.

CHINA EN EL HORIZONTE
China en silencio había probado el sistema capitalista poco después de la muerte de Mao Tse Tung (1976) y había verificado las bondades en el crecimiento permanente de su economía. A partir de 2000, tras unirse a la Organización Mundial de Comercio, alcanzaría una velocidad de crucero impresionante que acortó los plazos para retomar su condición de líder mundial.
En esos años China también consolido una alianza con Rusia —o relación simbiótica, según algunos— mientras emergía el nuevo zar: Vladimir Putin. Las dos naciones han salido beneficiadas con ese acuerdo. La capacidad militar de ambas, sumado al poderío comercial y científico de China, rompe el equilibrio en cualquier escenario.
China en las últimas dos décadas alcanzó el nivel tecnológico de las grandes potencias económicas de Occidente, también completó un proceso de industrialización que le otorgó autonomía plena. Ahora avanza a ritmo de tren de alta velocidad en la construcción de la Ruta de la Seda, un proyecto de por lo menos 10 trillones de dólares que garantizará un proceso de transición con la opción ganar-ganar para quienes participen en su construcción.
En simultáneo está en plena ejecución la edificación del Nuevo Sistema Mundo Euroasiático (NSME) bajo la hegemonía de China y sus socios. Ese NSM que nace en contrapartida al llamado Nuevo Orden Mundial que propiciaba la Gran Cábala en 1991 con el superfluo “Fin de la Historia”, ese viejo truco de cambiar todo para que nada se modifique.

PUNTO FINAL
Tal como se afirma en este portal y como lo dejó registrado Alexandr Mondragón en 2017, el NSME ya es un proceso en desarrollo. Los últimos acontecimientos señalados líneas arriba ratifican ese avance indetenible. Incluso, si como se ve en la foto oficial del G20 en Osaka, la jefa del FMI (una de las representantes del poder monetario y financiero de los Amos de Occidente) está detrás del grupo comandado por Xi y Putin (y muy lejos de Trump), es más que un mensaje obvio para un entendedor perspicaz.
Las idas y venidas de Donald Trump en los diversos escenarios solo verifican que detrás de él hay un poder que ya declinó el uso de la fuerza para impedir el ascenso chino y que ahora está negociando la cuota de poder que le tocará en el NSME.
Por esa razón ante cualquier arremetida del inquilino de la Casa Blanca, la Gran Cábala le recuerda que el poder militar-industrial, que reposa en el Pentágono, solo les obedece a ellos. En estos días esa relación que estuvo sombreada por décadas aparece nítida como una luna llena en verano. El gandalla de la escuela puede alardear, buscar titulares, pero, parafraseando a un sabio chino, ese es el dedo que todos miran cuando el sabio, que apunta a la verdad, señala la luna que solo algunos ven.
Dicen los futurólogos que las megaciudades o megalópolis (Ciudades Estado o Ciudades Mundo) tendrán mayor preponderancia en las próximas décadas. Es posible que eso sea cierto, pero será muy difícil que desplacen al Estado-Nación del manejo del gran poder real, por lo menos en la concepción Civilización-Estado de los chinos.

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