Una pausa para pensar: El dinero sin valor en un mundo que se desintegra rápidamente

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La violencia biopolítica y geopolítica actual es un momento integral de esta trayectoria autodestructiva; un intento deliberado de gestionar la implosión por medios autoritarios. Solo tenemos una opción real: o comenzamos a emanciparnos de las formas de mercancía, valor y dinero, y por lo tanto de la forma del capitalismo neofeudal Occidental como tal, o seremos arrastrados a una nueva era oscura de violencia y regresión.

Por Fabio Vigi
La aceleración del “paradigma de la emergencia” desde el 2020 tiene un propósito simple, pero ampliamente desmentido: ocultar el colapso socioeconómico. En el metaverso actual, las cosas son lo contrario de lo que parecen. Al inaugurar Davos 2022, la directora del FMI, Kristalina Georgieva, culpó a la pandemia y a Putin por la “confluencia de calamidades” que enfrenta ahora la economía mundial. No es una sorpresa que lo diga. Davos en sí no es un centro de conspiraciones, sino el portavoz de las reacciones cada vez más aterrorizadas de las élites ante las inmanejables contradicciones sistémicas. Ahora la multitud de Davos se esconde detrás de mentiras como un grupo de niños nerviosos. Mientras nos siguen diciendo que el bajón que se avecina es efecto de las adversidades globales que tomaron al mundo por sorpresa (desde el Covid-19 hasta Putin-22), es todo lo contrario: la economía estancada es la causa de estas “desgracias”. Lo que nos venden como amenazas externas es en realidad la proyección ideológica del límite interno y la descomposición en curso de la modernidad capitalista. En términos sistémicos, la adicción al estado de emergencia mantiene artificialmente vivo el cuerpo comatoso del capitalismo. Así, el enemigo ya no se construye para legitimar la expansión del Imperio. En cambio, sirve para ocultar la bancarrota de nuestra economía empapada de deudas.

Desde la caída del Muro de Berlín, en 1991, el despliegue de todo el potencial del capital, también conocido como la globalización, ha socavado gradualmente las propias condiciones de las posibilidades del capital (Nota del Traductor: Immanuel Wallerstein lo explicó diciendo que ese momento llegaría cuando en la búsqueda de la “acumulación interminable de capital”, los amos del sistema mundo se toparían con el fin de las zonas periféricas donde podían explotar la mano de obra barata calificada y los recursos sin tener que pagar los costos de regulaciones y reposición. En ese punto, desde nuestra perspectiva, China fue la frontera final.) Eventualmente, la respuesta a esta trayectoria implosiva fue el desencadenamiento de las emergencias globales, que deben ser cada vez más duraderas y complementadas con inyecciones cada vez mayores de miedo, caos y propaganda. Todos recordamos cómo empezó todo en el cambio de milenio, con Al Qaeda, la “guerra global contra el terrorismo”, y el diminuto frasco de polvo blanco de Colin Powell. Esto liberó a (los fantasmas de) los talibanes, el Estado Islámico, Siria, la crisis de los misiles de Corea del Norte, la guerra comercial con China, el Russiagate y, finalmente, el COVID-19, en un crescendo de emociones. Ahora parece que se está gestando una nueva Guerra Fría, quizás la madre de todas las emergencias.

La historia nos dice que cuando los imperios están a punto de colapsar, se osifican en regímenes opresivos de gestión de crisis. No es casualidad que nuestra era de emergencias en serie comenzara con el estallido de la “burbuja de las puntocom”, la primera caída del mercado mundial. A finales de 2001 (Nota del Traductor: cuando el 9/11 sirvió como una tapadera), la mayoría de las empresas tecnológicas habían quebrado y, en octubre del 2002, el índice Nasdaq había caído un 77%, lo que exponía la fragilidad estructural de una “nueva economía” impulsada por la deuda, las finanzas creativas y la sangría de la economía real. Desde entonces, la simulación del crecimiento vía la inflación de activos financieros ha sido blindada por la fabricación de amenazas globales, debidamente empaquetadas y vendidas por los medios corporativos. En verdad, el surgimiento de la “nueva economía” a fines de la década de 1990 tuvo menos que ver con Internet que con la creación de un inmenso aparato para simular la prosperidad, que se suponía iba a funcionar sin la mediación del trabajo de masas. Como tal, despejó el camino para la ideología neoliberal del “crecimiento sin empleo”: la ilusión, abrazada con entusiasmo por la izquierda, de que una economía de burbuja financiera podría encender un nuevo El Dorado capitalista. Si bien esta ilusión ahora ha estallado en nuestras caras, nadie parece tener ningún deseo de reconocerlo.

De hecho, desde que el Virus intervino para elevar aún más la barra de emergencia (antes de ser pausado y posiblemente recargado para una futura redistribución), volvimos a los mismos viejos chanchullos financieros. Si bien la nueva infección de Occidente se llama Rusia, sobre todo por su historial comprobado (cuando era la URSS), es crucial darse cuenta de que la prisa por crear enemigos y sembrar el miedo ahora es desesperada, ya que se basa en la agresión y la negación del fracaso estructural. Al igual que el Virus, la guerra de Ucrania nos protege del verdadero horror del colapso social total a través de la deuda y la caída del mercado de valores. Esta situación perversa debe ser desarrollada hasta su propia conclusión dialéctica: la única manera de poner fin a la sucesión destructiva de emergencias es acabar con la lógica capitalista autodestructiva que las alimenta.

Después del final del último período de movilización obrera masiva, el auge fordista (la Tecnología de la Fabricación) de la posguerra, el capitalismo entró en su crisis terminal, donde el dinero ficticio (Nota del traductor: plausiblemente desde 1974, cuando la Fed creó el petrodólar) se disocia cada vez más del valor mediado por el trabajo. Ya en la década de 1980, la erosión irreversible de la sustancia-trabajo del capital, desencadenada por la Tercera Revolución Industrial (microelectrónica), dio lugar a un sistema crediticio y especulativo transnacional que penetró rápidamente en todas las formas de capital-dinero. Esta masa monetaria espectral ha seguido creciendo por autofecundación, hasta el punto de que –como ya ha señalado, entre otros, Robert Kurz– solo su expansión artificial permite la movilización de liquidez en el mundo real. El crecimiento económico en la década de 1990 fue impulsado por un “mecanismo de reciclaje”, mediante el cual la demanda, el poder adquisitivo y la producción de bienes y servicios se sostenían con dinero falso (especulativo). La economía real ya no se basaba en los ingresos y rentas del trabajo; más bien, fue impulsado por especulaciones de precios sobre los activos financieros: montones de dinero ficticio sin sustancia de valor. Este ciclo de pseudoacumulación, basado en la liquidez financiera que fluye de regreso a la producción y el consumo, es el fenómeno definitorio de nuestro “capitalismo de emergencia” inflacionario e impulsado por la deuda. Por necesidad, cantidades cada vez mayores de capital ficticio terminan apoyando la producción, de modo que una parte creciente de la acumulación real participa en el proceso especulativo.

La sobrevaluación grotesca actual de todos los activos de riesgo (acciones, bonos y propiedades) sugiere que las élites continuarán usando su libro de jugadas políticas para ganar más tiempo y posponer el estallido de una burbuja de deuda que comenzaron a inflar años antes de que el Covid y Putin se convirtieran en los chivos expiatorios favoritos. Los guardianes del Grial capitalista han planeado para nosotros un estado de miedo perenne, en un esfuerzo desesperado por retrasar el shock de la devaluación de la moneda, que se ha estado gestando durante décadas. Si bien lo hacen con métodos cada vez más cínicos, parecen ser los únicos que al menos se dan cuenta de que tal conmoción pondría de rodillas al sistema mundial. Por eso la aristocracia financiera está dispuesta a hacer todo lo que esté a su alcance para asegurar la prolongación de nuestro moribundo modelo económico. Al hacerlo, demuestran una mayor comprensión de nuestra condición que aquellos que, en teoría, deberían estar mejor ubicados para evaluarla: la llamada intelectualidad posmarxista junto con la izquierda posmoderna en todas sus iteraciones intrascendentes. Lamentablemente, los “idiotas útiles” de la izquierda han traicionado durante mucho tiempo su mandato fundamental de criticar la economía política y, por lo tanto, están directamente implicados en la catástrofe que se desarrolla.

Los tecnócratas al timón del Titanic tienen más de una corazonada de que el barco se está acercando rápidamente hacia el iceberg. Habiéndose quedado sin balas políticas (como en el reciente debate de “austeridad versus estímulo”), han optado por promover un programa continuo de miedo y propaganda en un intento por manejar lo inmanejable. Fundamentalmente, saben lo que a la mayoría de nosotros nos parece contrario a la intuición: que el colapso de nuestro obsoleto modo de producción solo puede retrasarse a través de 1) Un flujo constante de emergencias globales, 2) La demolición inflacionaria controlada de la economía real cada vez más improductiva, y 3) La transformación autoritaria de la democracia liberal.

El teatro enfermizo de la guerra de Ucrania, al igual que el asunto de Covid perversamente publicitado, es, por lo tanto, una consecuencia de la conciencia aterrorizada de las élites de que el colapso ya está atrasado. De hecho, los administradores actuales del “capitalismo de crisis” saben que es necesario un colapso para que surja un nuevo sistema monetario. Fundamentalmente, también reconocen que la avería debe ocurrir como la demolición planificada del modelo actual, que les permitiría conservar e incluso fortalecer su posición de poder dentro de la inminente normalidad capitalista neofeudal. El racionamiento de alimentos y energía, la miseria masiva, el crédito social y el control monetario a través de la moneda digital se han horneado durante mucho tiempo en el pastel capitalista del futuro. Podría decirse que este escenario ya forma parte de nuestro imaginario colectivo, ya que estamos siendo persuadidos de su ineluctabilidad por fuerza mayor.

Ucrania nos proporciona una imagen literal del mecanismo anterior. Detrás de sus historias de moralidad, nuestros políticos occidentales, bajo la presión de sus jefes financieros, continúan saboteando la diplomacia sancionando a Rusia y bombeando toneladas de armas a Ucrania, así como miles de millones en ayuda financiera. Aparte de la conveniencia paralela de armas turbias y negocios en efectivo, el objetivo es extender deliberadamente un conflicto que convierte a miles en carne de cañón mientras aviva las llamas de una posible guerra nuclear. Al igual que con el Covid, el paradigma del miedo es esencial para vencernos en la obediencia psicológica. Para colmo de males, la UE sigue comprando gas y petróleo rusos, que son esenciales para mantener la apariencia de riqueza. Los líderes europeos, en otras palabras, quieren tener su pastel y comérselo: toman con una mano (sanciones) y devuelven con la otra (incluso en rublos) para asegurar energía y otras mercancías.

Nada, pues, nos impide unir al menos dos puntos. Tenemos una economía en caída libre cuyo predicamento apenas se oculta por su adicción a la deuda y la astronómica “finanzas de las burbujas”. Y está el espectáculo voyeurista de las masacres diarias, despojadas intencionalmente de cualquier contexto sociohistórico significativo y alimentadas por la propaganda unilateral. Unir los puntos significa comprender que el propósito de la emergencia ucraniana es mantener encendida la impresora de dinero mientras se culpa a Putin por la recesión económica mundial. La guerra sirve al objetivo opuesto de lo que nos dicen: no para defender a Ucrania, sino para prolongar el conflicto y alimentar la inflación en un intento por desactivar el riesgo catastrófico en el mercado de las deudas, que se extendería como la pólvora por todo el sector financiero. No olvidemos que el mercado de valores es una especie de derivado del mercado de la deuda, que, por lo tanto, debe manejarse con sumo cuidado. Si bien el “suicidio asistido” de la economía real a través de shocks de oferta negativos exacerba la inflación de los precios al consumidor, esta última brinda un alivio temporal a la megaburbuja de la deuda, posponiendo así el colapso.

La principal preocupación de la política monetaria en el pasado reciente ha sido la estabilización de la deuda, lo que reduce el riesgo de un evento que destruiría la economía y nuestras sociedades con ella. La presión de la deuda cada vez mayor debe aliviarse periódicamente y la inflación de precios ayuda. ¿Cómo? Descomprimiendo la burbuja del mercado de bonos, ya que la inflación reduce el valor real de la deuda. Por supuesto, el peligro es que la dinámica inflacionaria cobre vida propia (hiperinflación). El punto, sin embargo, es que nuestros señores están muy engañados: no tienen otra opción que deprimir la economía real mientras intentan extender la vida útil del todopoderoso pero peligrosamente volátil sector financiero. Lo que debe evitarse a toda costa es un evento desencadenado por la deuda. En el entorno retorcido actual, cualquier crecimiento artificial de la burbuja de la deuda necesita cierto grado de alivio deflacionario, que hoy está garantizado por la guerra y el aumento del IPC. Esta lógica perversa queda clara si nos fijamos, por ejemplo, en la deuda de margen de EE.UU., que es capital prestado que se usa para operar en el mercado de valores. Desde octubre del 2021, el margen de la deuda ha bajado un 14.5%, mientras que el Nasdaq ha perdido un 17.6%. Por eso Ucrania es un daño colateral.

La triste verdad es que la “guerra de Putin” (como la “guerra contra el Covid”) retrasa el estallido de la “burbuja apocalíptica”, razón por la cual Ucrania es sacrificada en el altar con una masacre prolongada por la libertad y la democracia. El objetivo real no es ayudar a los ucranianos (ni, en realidad, destruir a Rusia), sino exorcizar la pesadilla recurrente del “choque de Lehman”, que hoy nos hundiría en el caos, borrando la fina capa de opulencia monetaria que impide mirar al abismo. La conclusión es que la liquidez instantánea con un clic del mouse es el único objeto que importa a la industria financiera basada en la deuda. Y al desinflar las cuotas de la burbuja de la deuda a través de la erosión del poder adquisitivo y la compresión de la demanda, las élites financieras se prepararon sigilosamente para más programas de flexibilización cuantitativa para inundar aún más el sistema con el efectivo que necesita. Pronto podrían anunciarse nuevos QEs, quizás con un nombre diferente, aunque podrían requerir el empujón de un accidente controlado, lo suficientemente grave como para garantizar una acción de impresión inmediata. En este sentido, no se debe ignorar el precedente del 2018. En ese entonces, la pretensión del ajuste cuantitativo (la reducción del balance de la Fed) solo duró un par de meses antes de verse obligada a dar un giro en U. Y cuando se volvió a intentar la apuesta en el verano de 2019, la crisis del mercado de recompra de mediados de septiembre recordó a todos lo esencial que es la bazuca de la liquidez del Banco Central.

La conclusión es que si las inyecciones monetarias del Banco Central terminaran, un rápido aumento en las tasas de interés clave amenazaría con una caída del mercado, con incumplimientos en todo el mundo. Entonces, o todos juegan de acuerdo con el guion, o se cancela todo el espectáculo, y el sistema con él. Hoy ya estamos viendo el efecto de la reciente subida de tipos de 0.5 de la Fed en el mercado inmobiliario estadounidense. Los aumentos de interés han hecho subir las tasas hipotecarias, lo que deprime el mercado de la vivienda. Sin embargo, si el sentimiento de los compradores de viviendas se encuentra en mínimos históricos, el sentimiento de los constructores de viviendas sigue siendo relativamente alto, lo que confirma que ya no existe una correlación significativa entre las condiciones económicas reales y la especulación de los precios de los activos; ya que, en última instancia, es la Reserva Federal la que, al comprar títulos respaldados por hipotecas por carretadas, infla la burbuja inmobiliaria cuando la demanda está cayendo. Todo esto es lo que parece la superficie monetaria de la gestión de crisis extrema. Sin embargo, si solo rascamos la superficie, nos encontramos con la causa fundamental de todos los juegos geopolíticos y propagandísticos que se están jugando: el derretimiento irremediable de la sustancia de valor del capital.

El genio de la inflación que se escapó de la botella del Covid, ahora se le echa la culpa a Putin, incluido su efecto “apocalíptico” sobre los pobres. Sin embargo, se origina en la creación de inmensas cantidades de “dinero sin valor” (es decir, dinero que no está “cubierto” por la acumulación real) que al fluir hacia la economía real inevitablemente devalúa el medio monetario mismo. Los precios de las materias primas ya no crecen de acuerdo con la ley del mercado de la oferta y la demanda. Más bien, cualquier aumento en la demanda se paga con dinero generado a partir de la nada económica. Si bien la devaluación de la moneda por la política monetaria laxa ahora se ve exacerbada por los impactos negativos en la oferta causados ​​por el Covid y la guerra de Ucrania, en verdad es un fenómeno secular arraigado en la disolución del valor capitalista.

Es común que los imperios sufran una muerte lenta y dolorosa, ya que niegan la causa de su implosión. La caída del mundo capitalista liderado por Estados Unidos comenzó hace más de medio siglo y se ha retrasado solo por olas de falsa prosperidad impulsadas por la creación de dinero (deuda), que han beneficiado a una pequeña élite mientras cargan a las masas con colosales deudas y miseria. En los últimos 50 años, la deuda federal de los EE.UU. ha experimentado un aumento de 75 veces (de $400 mil millones a $30 billones), mientras que la deuda total de los EE.UU. (privada y pública) ahora ha superado la marca de $90 billones (un aumento de 53 veces). Como la mayoría de las monedas han estado vinculadas al dólar desde la Segunda Guerra Mundial, su devaluación también es inevitable. Durante más de medio siglo, EE.UU. ha estado destruyendo gradualmente su dólar hegemónico y las monedas relacionadas mientras iniciaba “operaciones militares” en el extranjero sin provocación. Cualquier ilusión temporal de prosperidad se compraba con la guerra, la deuda y la impresión de dinero falso.

El tipo actual de devaluación inflacionaria surgió por primera vez como un fenómeno cualitativamente nuevo en el siglo XX. Desde el comienzo de la industrialización, el carácter sustancial de las monedas había sido salvaguardado por su vinculación con metales preciosos, que eventualmente tomó la forma del patrón oro y los sistemas de bancos centrales basados ​​en él. El fin del patrón oro (el 15 de agosto de 1971) marcó el inicio del modelo económico ultrafinanciarizado que, medio siglo después, nos acerca cada vez más a la redde rationem (el momento de pagar las cuentas), en el contexto de una colosal expansión del crédito.

La crisis global del capital se presenta ahora bajo la forma de un nuevo episodio de estanflación (economía estancada con inflación creciente), que evoca recuerdos de la década de 1970. Los cuellos de botella actuales en el suministro y la explosión de los precios de las materias primas y la energía recuerdan el shock del precio del petróleo de 1973, cuando la OPEP redujo su producción en respuesta a la Guerra de Yom Kippur. Estos factores externos comparativos, sin embargo, deben estar vinculados a una causa interna común, que tiene que ver con que el capitalismo llegue al final de su potencial expansivo interno. La estanflación de la década de 1970 marcó el final del auge de la posguerra, que coincidió con la Tercera Revolución Industrial y una violenta caída de la tasa de ganancia provocada por el avance exponencial en la automatización tecnológica de la producción. El keynesianismo de la época fracasó porque reaccionó a la contracción económica de la manera típica, es decir, con programas de estímulo que solo consiguieron impulsar aún más la inflación. En consecuencia, el capitalismo entró en un nuevo ciclo inflacionario. El neoliberalismo proporcionó una salida a este callejón sin salida. Aplastó a los sindicatos en la década de 1980, junto con la correlación precio-salario y la ilusión socialdemócrata de que el sistema capitalista podría sostenerse simplemente a través de una política de redistribución de la riqueza, como si la riqueza capitalista fuera una categoría eterna y no histórica, limitada por la dialéctica del capital-dinero invertido en el trabajo productivo de valor.

A principios de la década de 1980, la inflación se combatió mediante el “Shock de Volker”, es decir, elevando las tasas de interés (el costo del dinero) más allá o cerca de la tasa de inflación. Esto desencadenó una recesión en el centro capitalista y llevó a la periferia del Imperio (especialmente a América Latina) a una grave crisis de deuda. Pero salvó al capitalismo del colapso sistémico. Al mismo tiempo, los mercados financieros estadounidenses se expandieron rápidamente hasta convertirse en dominantes, mientras que la producción de bienes en el cinturón industrial estadounidense declinó. Estados Unidos pasó de ser la “fábrica mundo” al “centro financiero del mundo”, una transformación facilitada por el dólar estadounidense que actúa como moneda de reserva mundial. Ya en la década de 1970, entonces, el capitalismo había comenzado a hundirse bajo el peso de su contradicción interna. Marx lo llamó la “contradicción en movimiento”, con lo cual quiso decir que el trabajo asalariado es tanto la sustancia del capital como lo que debe reducirse en la guerra de competencia entre empresas individuales. Esta contradicción, que está en el centro del impulso capitalista anónimo por la obtención de ganancias, se volvió abiertamente autodestructiva en la década de 1980, cuando la creación de deuda y la simulación del crecimiento se volvieron endémicas para compensar la disminución de la producción de valor.

Desde la década de 1980, la deuda mundial ha aumentado mucho más rápido que la producción económica mundial. La deuda global debe contextualizarse: alimenta la ilusión fundamental de que la especulación financiera anticipa la valorización futura del capital, que sin embargo debe trasladarse cada vez más hacia el futuro, ya que no se corresponde con la valorización correspondiente en la economía real. El capitalismo financiero actual es la máxima profecía autocumplida, un mecanismo basado en la creación de cantidades cada vez mayores de dinero insustancial para compensar la rápida desaparición de la plusvalía. Si Estados Unidos disfrutó de un período de relativo crecimiento en la década de 1990, a pesar de los bajos salarios y la caída de la productividad, fue porque el consumo se sustentaba cada vez más en el (dinero plástico de las tarjetas de) crédito.

Si bien la globalización proporcionó una vía de escape para el exhaustivo modo de producción fordista, al mismo tiempo se ató a las pirámides cada vez más grandes de la deuda y los excesos especulativos, haciendo que el sistema fuera cada vez más inestable. No sorprende que la década de 1990 terminara con la formación de la primera burbuja global antes mencionada (la punto.com o burbuja de Internet). A esto le siguió el crack financiero del 2008, cuya respuesta fue la implementación de programas QE, es decir, más de lo mismo: expansión monetaria a través de la compra de valores y otros activos por parte del Banco Central. Luego, la contradicción capitalista reapareció en la forma de la crisis de la deuda soberana europea (2009-12) y como una trampa de liquidez potencialmente devastadora en el otoño de 2019 (crisis del mercado de recompra de EE.UU.), que inauguró oficialmente la era del “capitalismo de emergencia”. La pandemia se usó como un escudo global para la impresión y el préstamo de dinero a niveles sin precedentes: bajo el Covid, la Fed imprimió más dinero falso en un año que en todos los programas combinados de QE desde el 2008.

En los últimos tiempos, también hemos sido tratados con una adaptación neoliberal de la gestión de crisis keynesiana, a través de la implementación de tasas de interés extremadamente bajas, lo contrario de lo que se hizo en la década de 1970. Durante los últimos 40 años, después de cada turbulencia, las tasas de interés se redujeron aún más para permitir que la liquidez fresca inundara los mercados financieros. Sin embargo, desde el 2008 incluso las tasas de interés cero ya no eran suficientes, razón por la cual los Bancos Centrales se han sacado el Quantitative Easing de su sombrero de mago, convirtiéndose literalmente en basureros para los mercados financieros. Dejando de lado la precaución, han inundado la economía con dinero falso utilizando papel basura como garantía, sin siquiera molestarse en pasar por el sistema bancario. La caída cuesta abajo de la avalancha devaluatoria que comenzó en otoño del 2008 es ahora imparable. De alguna manera, el mundo todavía cree que los Bancos Centrales resolverán una crisis de deuda imprimiendo más dinero.

El último intento de las economías occidentales de salvar su sistema roto está fracasando ahora miserablemente, ya que estas economías continúan decayendo en una mezcla de degradación de la moneda, déficit y las burbujas de activos más grandes de la historia. La elección que se nos presenta es la misma que hemos visto a lo largo de la historia de las sociedades industriales avanzadas: inflación o deflación. O el dinero se devalúa como equivalente general (inflación), o el proceso de devaluación afecta directamente al capital, y la producción (fábricas y trabajadores) se vuelve repentinamente superflua. Sin embargo, a diferencia del pasado, tanto la inflación como la deflación hoy significan la degradación del dinero fiduciario con la ventaja añadida del colapso sistémico.

Como se discutió anteriormente, la preferencia actual de los tecnócratas no es luchar contra la inflación, sino usarla para inflar partes de la deuda a través de tasas de interés reales negativas. Esto equivale a una transferencia de riqueza de las clases media y baja a los custodios de la “burbuja de todo”, ya que el poder adquisitivo del 90% se ve golpeado mientras que parte de la deuda de Wall Street se desinfla. Sin embargo, a pesar de esta estratagema cínica, los bancos centrales continúan bebiendo y conduciendo hacia el precipicio. Cualquiera que sea el movimiento que hagan, pierden. Si aumentan las tasas significativamente y logran reducir su balance general (Ajuste Cuantitativo), la burbuja de la deuda explotará, con consecuencias catastróficas, una posibilidad anticipada por el creciente índice Credit Default Swaps (CDS), es decir, contratos de seguros contra el incumplimiento de la deuda. Sin embargo, si recurren nuevamente a la flexibilización cuantitativa, la inflación se disparará a un ritmo aún más rápido. La elección es entre una crisis de deuda deflacionaria y una estanflación. Ambos son peores. Estabilizar este escenario es virtualmente imposible.

Con toda probabilidad, la crisis de la deuda y del mercado de valores seguirá retrasándose. El gran final, un colapso bíblico más allá de nuestra imaginación más salvaje, provocado por la explosión de la hiperburbuja del mercado de deuda, se está posponiendo actualmente debido al golpe inflacionario de la economía real. Esto significa que el “índice de miseria” (combinación de inflación y tasa de desempleo) crecerá aún más. Los bancos centrales pueden domar la inflación solo con palabras: saben que cualquier endurecimiento de la política monetaria es rehén de la necesidad opuesta de continuar monetizando la deuda pública y privada, lo que significa crear dinero de la nada. En cierto sentido, entonces, estamos retrocediendo a la prehistoria del capitalismo, lidiando una vez más con el problema del “dinero sin valor”. Casi hemos cerrado el círculo. Sin embargo, la degradación del medio monetario se presenta hoy como la catástrofe de la “sociedad del trabajo”, el sistema de trabajo abstracto mediado por el mercado. La violencia biopolítica y geopolítica actual (virus, guerra y otras emergencias globales por venir) es un momento integral de esta trayectoria autodestructiva; un intento deliberado de gestionar la implosión por medios autoritarios. Solo tenemos una opción real: o comenzamos a emanciparnos de las formas de mercancía, valor y dinero, y por lo tanto de la forma del capital(ismo Occidental) como tal, o seremos arrastrados a una nueva era oscura de violencia y regresión.

Fabio Vighi es profesor de teoría crítica e italiano en la Universidad de Cardiff, Reino Unido. Su trabajo reciente incluye Teoría crítica y la crisis del capitalismo contemporáneo (Bloomsbury 2015, con Heiko Feldner) y Crisi di valore: Lacan, Marx e il crepuscolo della società del lavoro (Mimesis 2018).

Fuente: https://thephilosophicalsalon.com/pause-for-thought-money-without-value-in-a-rapidly-disintegrating-world/

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