En la Noche Tutelar de un Mundo sin Alma

En el ocaso pintado como gloria,
donde las estrellas huelen a plomo,
y las campanitas navideñas tañen
como presagios de ruina,
los soldados del mundo
con sus ojos de demonios mecánicos,
desatan su fiesta de luces, donde la vida
vale como 1 punto de un video juego.

Por Alexander Mondragón
En aquella noche tutelar, cuando las campanitas de navidad tañían como presagio de una lluvia de estrellas que olían a plomo, en aquella ciudad surcada por un río nacido de las ambiciones más tenebrosas —esas que susurraban que estas tierras son como yo quiero, porque no hay más razón que la mía, la de mi propia libertad, todo para mí y nada para ellos—, los soldados imperiales, con sus anteojitos verdes que parpadeaban con lucecitas rojas como ojos de demonios mecánicos, habían desatado su fiesta de luces intermitentes, donde la vida no valía nada y se extinguía con solo apretar un botón mágico, aquel de mis juegos infantiles donde aprendí que mi inteligencia se medía en muertos acumulados en numeritos que me coronaban como el mejor, el más temido. Así estaba yo, en medio de una noche infernal donde aquellas ilusiones pueriles se habían transmutado, por gracia de nuestra voluntad, en una guerra humanitaria y sangrienta, para que sepan quién manda aquí, carajo, y los espantosos gritos de dolor se ahogaban allá, entre las casuchas miserables de estos hijos de la nada, que nada tienen desde aquel día remoto en que tres carabelas se incrustaron en nuestro destino y nos trajeron a los padres de los padres de los padres de estos piratas universales, mientras sus bombas celestiales sofocaban nuestros alaridos e inventaban la música de su creación, esas melodías garabateadas en sus papeles y pantallas, imágenes multicolores como estampitas de un dios que nos decía que así era porque, al fin y al cabo, nosotros ganamos y así se escribe la historia y se inventa nuestra verdad, la única, como si fuera un mandato del cielo, porque quien controla el pasado, controla el futuro, en esas destellantes ilusiones donde todo lo poseemos, por obra y gracia de nuestro poder, aquel que se gestó en los infiernos de la ambición, mientras más tengo yo, mejores cosas tú también tendrás, aunque te endeudes hasta el final de los tiempos, y así estamos hoy, creyéndonos los mejores aun cuando la ceguera de nuestras almas nos impide ver que las manos de un pescador, allá en ultramar, bronceadas por el sol, alimentan la mar con el sudor de su frente y nos pescan los seres vivos del océano para que tengamos lo que nadie más en el mundo tiene, por obra y gracia de nuestra codicia, o los dedos encallecidos del campesino, allá en las montañas, que cosechan el café que saboreamos humeante y delicioso al despertar, sin saber que esta mascarada de grandeza es el maquillaje de nuestras miserias, porque a ellos, los descendientes de quienes poseían un paraíso hace cinco siglos, no les quedan más que las famélicas espinas, los restos de un pellejo marino, o las cascarillas que mezclan con frijol para hacer la bebida que nutre sus sangres y, en última instancia, las nuestras, mientras nosotros danzamos en el festín de estas ilusiones sin alma.

Aquí, en esta ciudad surcada
por un río de ambiciones oscuras,
donde la libertad es un eco lejano
y el poder un dios cruel,
los gritos se ahogan
entre casuchas miserables,
y las bombas celestiales
resuenan melodías de destrucción.

Y allí estaban los inventores de la información, sumergidos en su océano de palabras, seleccionando cada una para decir una cosa mientras significaba otra, para hablarnos de democracia mientras se practicaba las tierras arrasadas, erigiendo columnas de papel y castillos de una historia trazada por nuestros arquitectos en aquellos tiempos donde la verdad era solo una, la nuestra y de nadie más, porque al fin y al cabo la historia se había clausurado en los confines de nuestro universo, regido por la libre voluntad de nuestro egoísmo, nuestra usura y nuestro despotismo, la santísima trinidad de nuestro destino manifiesto que comenzó cuando arribamos a este edén y purgamos estas tierras de salvajes sin alma, pues no creían en ti, mi señor, ni en tus hijos, y mataban en nombre de Dios, como si Dios fuera un criminal, pero si así fue, hoy nos enseñan que no fue así, porque así lo inscribimos en los textos escolares y en las películas del oeste, donde se comienza a escribir en nuestras mentes con tal certidumbre que, si no es verdad, algún día lo verás en el universo de nuestras noticias, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, los trescientos sesenta y cuatro días del año, donde quedamos espantados ante los horrores y beatificados por nuestras bondades, con la fe única de que todo esto es verdad en nuestro universo multicolor y nada más, porque los muertos son como en los videojuegos, un punto más en nuestra escala de valores: mientras más muertos acumulas, mejor eres, porque nosotros somos los buenos y ellos los malos, como en los tiempos en que llegaron con sus cruces de metal y nos embaucaron en la ilusión de la ventanita celestial donde contemplamos nuestras almas y enloquecimos al ver nuestras propias caras, como enloquecimos cuando nos trajeron el espejito de colores y creímos que nuestras almas deberían ser como aquellos personajes que habitaban las fantasías universales de un sueño encantado, con sus carros y sus casas, sus familias y sus perritos, sus amantes interminables, porque esa fue el alma que nos fabricaron para entregarnos con frenesí al mundo de las diversiones instantáneas que se vuelven interminables por la obra seductora de aquellos pensadores que crearon los nuevos cantos de sirena en la odisea donde embarcaron a todo el mundo, para convertirnos en guerreros inventando enemigos, en seductores creando odaliscas, en seres sensuales en orgías infinitas, cada uno rey del universo, sin saber que éramos solo peones movidos por la mano invisible, la mano detrás de la mano de Dios, de aquella voz oculta en nuestras mentes superficiales, pero grabada en las profundidades de la propaganda, aquella fábrica donde se forjaba el consentimiento de los gobernados y era el oráculo sagrado de nuestros amos, aterrorizados por las hordas de la chusma, salvajes sin mente ni alma, que merecían ser gobernados por los buenos hombres de Dios, los dueños de la patria.

Oh, mundo sin alma,
reducido a ilusiones multicolores,
donde la verdad se disuelve
en pantallas y papeles de mentira,
y la historia se clausura
en el egoísmo de unos pocos,
mientras los pescadores y campesinos
alimentan nuestra codicia.

Eran tiempos inmemoriales, cuando las hojas de olor cenizo cubrían las huellas de mi memoria, extraviada en los cuentos multicolores de imágenes intermitentes que construían un siglo de historia en apenas segundos de histeria, con sus monstruos totémicos de salvajes emplumados, sin Dios ni alma, que azotaban con su furia ancestral nuestras almas celestiales de colonos angelicales que veníamos en tu nombre, señor, para guiar este mundo por los senderos de tus palabras, esas letras que olvidamos cuando nuestros sables relucientes marcaron su destino entre sus pieles rebanadas por nuestro santo castigo, para inmolar sus almas y enseñarles orden y obediencia en estas tierras donde vivían con sus almas desnudas como sus cuerpos, en un paraíso terrenal donde nada era de ellos y todo era de todos, compartido en la remota idea de que todo se comparte y nada pertenece a nadie, solo al bien común de estos siervos que, en su inmisericorde ignorancia, se anticiparon a los siglos de las luces y vivieron la utopía por la que, siglos después, se derramaron tantas sangres, tantas vidas, todas las almas, en ese idílico reino donde los cuerpos son estaciones de nuestras almas que alguna vez intentaron escalar las emociones del amor a través del placer de nuestras carnes, sin saber que heríamos en nuestra ignorancia y nos ahogábamos en nuestros odios, pensando que nuestros cuerpos eran la morada de la felicidad sublime, y abandonábamos nuestras almas en los rincones de nuestras burlas, sin darle más alimento que nuestra propia lujuria de odaliscas amantes contadas en competencia, como si a mayor número, más sabíamos del amor, en esa efervescencia acalorada que hervía en nuestras sangres y agitaba nuestras pieles en un temblor frenético que estremecía nuestros sentidos y exhalábamos los suspiros de nuestras almas ahogadas sin amor, porque nunca aprendimos que su sabor estaba en nuestras almas abandonadas en la penumbra de la alegría electrizante, entre las ondas celestiales que mueven nuestra vida en sentimientos infinitos de una alegría que se evapora en las auras enlazadas en una felicidad simultánea de compartir tu gozo, como aquellos salvajes compartían su vida y no entendíamos por qué eran tan dóciles, y así los dominamos, a sangre y fuego, para que aprendieran tu palabra escrita y se hundieran en la oscuridad de un pasado remoto que sus almas inmaculadas habían volado.

En este averno de acero y bytes
que no es comedia ni divina,
donde los Amos Siniestros
tejen su telaraña en la sombra,
y la cajita de luces nos arrastra
al abismo del silencio,
nuestras almas se apagan
cegadas por el brillo virtual.

Me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a pedir auxilio ante la amenaza de un incendio, o como un barco a punto de naufragar que hiciera una última y ferviente seña a un puerto cercano pero ensordecido por el ruido de la ciudad y los letreros que enturbian su mirada. Aún podemos aspirar a la grandeza. Pero nuestro coraje se perdió en la virtualidad de los multiversos disolutos como el humo de la yerba que ayer la prohibimos pero hoy la vendemos con la licencia de los amos, sin el peligro de hundirno en las mazmorras que son el destinos de los otros, los que siembran esas hojas que nosotros no las podemos sembrar. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla: la convicción de que solo los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana. Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida. Porque las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica de esa cajita de luces multicolores que nos oscurece el alma y nos condena a la soledad virtual en un mundo real, donde los llantos se callan con limosnas, como si el dinero limpiara nuestro espíritu, como si las monedas nos compraran la entrada al paraíso del perdón, mientras miramos la cajita y así creemos esta inhumana ilusión. Es este efecto entre mágico y maléfico, obra, creo, del exceso de luz, una intensidad que nos arrastra al universo abstracto de la tele, esa visión en el desierto de nuestra soledad. No puedo sino recordar el efecto que la luz produce en los insectos, y aun en los grandes animales. Y entonces, no solo nos cuesta abandonarla, sino que perdemos la capacidad de mirar y ver lo cotidiano, de ver a la familia, a nuestros congéneres. Es como el brillo de un metal que nos enceguece en la usura, en el infinito deseo de querer más y más, hasta tenerlo todo y quedarnos en la nada del alma, en la ausencia de los demás. Y creemos que a través de esa cajita estamos conectados con el mundo entero, cuando en verdad nos empuja al abismo del silencio y nos arranca la posibilidad de convivir humanamente. La televisión era el opio del pueblo, ahora es la cajita incrustada en nuestras manos dominando nuestro cerebro, porque uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y aunque no encuentre nada de lo que busca el alma, el significado de la existencia, se queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo bueno, estremecido por las lucecitas y las fantasías de vivir en fantasía. Nos quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro, arreglar algo de la casa mientras se escucha música y el alma vibra. Se nos están cerrando los sentidos, se nos apaga el alma, cada vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo que no llega cargado de decibeles, ni olemos perfumes. Ya ni las flores los tienen. Nos olvidamos de oír los latidos del corazón y menos aún sentimos el suspiro del alma, el temblor del amor trascendenta, de la piel al alma, del alma a la eternidad.

Pero ¿aún hay tiempo?
¿aún podemos aspirar a la grandeza?
Levantarnos del letargo,
romper las cadenas de la pantalla,
y escuchar el suspiro del alma,
el temblor del amor,
antes de que el terremoto
de la deshumanización nos consuma.

Que este sea un llamado a la acción
a no rendirse ante la desesperanza,
a luchar por un mundo más justo
donde el poder no sea un arma de destrucción,
sino una herramienta para la redención.

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